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lunes, 17 de junio de 2013


El diablo de los números.

La primera noche


Hacía mucho que Robert estaba harto de soñar.
Se decía: Siempre me toca hacer el papel de tonto.
Por ejemplo, en sueños le ocurría a menudo ser
tragado por un pez gigantesco y desagradable, y
cuando estaba a punto de ocurrir llegaba a su nariz
un olor terrible. O se deslizaba cada vez más
hondo por un interminable tobogán. Ya podía gritar
cuanto quisiera ¡Alto! o ¡Socorro!, bajaba más
y más rápido, hasta despertar bañado en sudor.
A Robert le jugaban otra mala pasada cuando
ansiaba mucho algo, por ejemplo una bici de carreras
con por lo menos veintiocho marchas. Entonces
soñaba que la bici, pintada en color lila metálico,
estaba esperándolo en el sótano. Era un
sueño de increíble exactitud. Ahí estaba la bici, a la
izquierda del botellero, y él sabía incluso la combinación
del candado: 12345. ¡Recordarla era un
juego de niños! En mitad de la noche Robert se
despertaba, cogía medio dormido la llave de su estante,
bajaba, en pijama y tambaleándose, los cuatro
escalones y... ¿qué encontraba a la izquierda
del botellero? Un ratón muerto. ¡Era una estafa!
Un truco de lo más miserable.
Con el tiempo, Robert descubrió cómo defenderse
de tales maldades. En cuanto le venía un 
mal sueño pensaba a toda prisa, sin despertar:

Ahí está otra vez este viejo y nauseabundo pescado. Sé
muy bien qué va a pasar ahora. Quiere engullirme.
Pero está clarísimo que se trata de un pez soñado
que, naturalmente, sólo puede tragarme en
sueños, nada más. O pensaba: Ya vuelvo a escurrirme
por el tobogán, no hay nada que hacer, no
puedo parar de ningún modo, pero no estoy bajando
de verdad.

Y en cuanto aparecía de nuevo la maravillosa
bici de carreras, o un juego para ordenador que
quería tener a toda costa -ahí estaba, bien visible,
a su alcance, al lado del teléfono-, Robert sabía
que otra vez era puro engaño. No volvió a prestar
atención a la bici. Simplemente la dejaba allí. Pero,
por mucha astucia que le echara, todo aquello
seguía siendo bastante molesto, y por eso no había
quien le hablara de sus sueños.
Hasta que un día apareció el diablo de los números.
Robert se alegró de no soñar esta vez con un pez
hambriento, y de no deslizarse por un interminable
tobogán desde una torre muy alta y muy vacilante.
En su lugar, soñó con una pradera. Lo curioso es 
que la hierba era altísima, tan alta que a
Robert le llegaba al hombro y a veces hasta la cabeza.
Miró a su alrededor y vio, justo delante de él,
a un señor bastante viejo, bastante bajito, más o
menos como un saltamontes, que se mecía sobre
una hoja de acedera y le miraba con ojos brillantes.

-¿Quién eres tú? -preguntó Robert.
El hombre le gritó, sorprendentemente alto:
-¡Soy el diablo de los números!
Pero Robert no estaba de humor para aguantarle
nada a semejante enano.
-En primer lugar -dijo-, no hay ningún diablo
de los números.
-¿Ah, no? ¿Entonces por qué estás hablando
conmigo, si ni siquiera existo?
-Y en segundo lugar, odio todo lo que tiene que
ver con las Matemáticas.
-¿Por qué?
-«Si dos panaderos hacen 444 trenzas en seis
horas, ¿cuánto tiempo necesitarán cinco panaderos
para hacer 88 trenzas?» Qué idiotez -siguió
despotricando Robert-. Una forma idiota de matar
el tiempo. Así que ¡esfúmate! ¡Largo!
El diablo de los números se bajó con un elegante
salto de su hoja de acedera y se sentó al lado de
Robert, que en protesta se había sentado entre la
hierba, alta como un árbol.
-¿De dónde te has sacado esa historia de las
trenzas? Seguro que del colegio.
-¡Y de dónde si no! -dijo Robert-. El señor
Bockel, ese principiante que nos da Matemáticas,
siempre tiene hambre, a pesar de estar tan gordo.
Cuando cree que no le vemos porque estamos haciendo
los deberes, saca una trenza de su maletín
y se la devora mientras nosotros hacemos cuentas.
-¡Vaya! -exclamó el diablo de los números,
sonriendo con sorna-. No quiero decir nada en
contra de tu profesor, pero la verdad es que eso no
tiene nada que ver con las Matemáticas. ¿Sabes
una cosa? La mayoría de los verdaderos matemáticos
no sabe hacer cuentas. Además, les da pena
perder el tiempo haciéndolas, para eso están las
calculadoras. ¿No tienes una?
-Sí, pero en el colegio no nos dejan usarla.
-Ajá -dijo el diablo de los números-. No importa.
No hay nada que objetar a un poco de
práctica con las tablas. Puede ser muy útil si uno
se queda sin pilas. ¡Pero las Matemáticas, ratoncito,
eso es muy diferente!
-Sólo quieres que cambie de idea -dijo Robert-.
No te creo. Si me agobias en sueños con deberes,
gritaré. ¡Eso se llama malos tratos a menores!
-Si hubiera sabido que eres tan cobardica -dijo
el diablo de los números-, no habría venido. Al
fin y al cabo, no quiero más que charlar contigo
un poco. La mayoría de las veces estoy libre por
las noches, así que pensé: Pásate a ver a Robert,
seguro que está harto de bajar siempre el mismo
tobogán.
-Cierto.
-¿Lo ves?
-Pero no voy a dejar que me tomes el pelo -gritó
Robert-. Que no se te olvide.
Pero entonces el diablo de los números se puso
en pie de un salto, y de repente ya no era tan bajito.
-¡Así no se le habla a un diablo! -gritó.
Pateó la hierba hasta que quedó aplastada en el
suelo, y sus ojos echaban chispas.
-Perdón -murmuró Robert.
Todo aquello estaba empezando a resultarle un
poco inquietante.
-Si es tan sencillo hablar de Matemáticas como
de películas o de bicicletas, ¿para qué se necesita
un diablo?
-Por eso mismo, querido -respondió el anciano-:
Lo diabólico de los números es lo sencillos
que son. En el fondo ni siquiera necesitas una calculadora.
Para empezar, sólo necesitas una cosa: el
uno. Con él puedes hacerlo casi todo. Por ejemplo,
si te dan miedo las cifras grandes, digamos...
cinco millones setecientos veintitrés mil ochocientos
doce, empieza simplemente así:

y sigue hasta que hayas llegado a los cinco millones
etcétera. ¡No dirás que es demasiado complicado
para ti! Eso puede entenderlo hasta el más
idiota, ¿no?
-Sí -dijo Robert.
-Y eso aún no es todo -prosiguió el diablo de
los números. Ahora tenía en la mano un bastón
de paseo con empuñadura de plata, y lo agitaba
delante de las narices de Robert-. Cuando hayas
llegado a cinco millones etcétera, simplemente sigues
contando. Verás que sigues hasta el infinito.
Porque hay infinitos números.
Robert no sabía si creérselo.
-¿Cómo lo sabes? -preguntó-, ¿Has probado a
hacerlo?
-No, no lo he hecho. En primer lugar llevaría demasiado
tiempo, y en segundo lugar es superfluo.
Robert se quedó igual que estaba.
-O puedo contar hasta llegar allí, y entonces no
es infinito -objetó-, o si es infinito no puedo contar
hasta allí.
-¡Mal! -gritó el diablo de los números. Su bigote
temblaba, se puso rojo, su cabeza se hinchó
de rabia y se hizo más y más grande.
-¿Mal? ¿Por qué mal? -preguntó Robert.
-¡Necio! ¿Cuántos chicles crees que se han comido
hoy en todo el mundo?
-No lo sé.
-Más o menos.
-Muchísimos -respondió Robert-. Sólo con
Albert, Bettina y Charlie, con los de mi clase, con
los que se han comido en la ciudad, en toda Alemania,
en América... miles de millones.
-Por lo menos -dijo el diablo de los números-.
Bien, supongamos que hemos llegado al último de
los chicles. ¿Qué hago entonces? Saco otro del
bolsillo, y ya tenemos el número de todos los consumidos
más uno... el siguiente. ¿Comprendes?
No hace falta contar los chicles. Simplemente saber
cómo seguir. No necesitas más.
Robert reflexionó un momento. Luego, tuvo que
admitir que el diablo de los números tenía razón.
-También se puede hacer al revés -añadió el anciano.
-¿Al revés? ¿Qué quieres decir con al revés?
-Bueno, Robert -el anciano volvía a sonreír-,
no sólo hay números infinitamente grandes, sino
también infinitamente pequeños. Y además, infinitos
de ellos.
Al decir estas palabras, el tipo agitó su bastón
ante el rostro de Robert como si de una hélice se tratara.

Se marea uno, pensó Robert. Era la misma sensación
que en el tobogán por el que con tanta frecuencia
se había deslizado.
-¡Basta! -gritó.
-¿Por qué te pones tan nervioso, Robert? Es algo
enteramente inofensivo. Mira, sacaré otro chicle.
Aquí está...
De hecho, sacó del bolsillo un auténtico chicle.
Sólo que era tan grande como la balda de una estantería,
que tenía un aspecto sospechosamente lila
y que estaba duro como una piedra.
-¿Eso es un chicle?
-Un chicle soñado -dijo el diablo de los números-.
Lo compartiré contigo. Presta atención. Hasta
ahora está entero. Es mi chicle. Una persona, un
chicle.
Puso un trozo de tiza, de aspecto sospechosamente
lila, en la punta de su bastón y prosiguió:
-Esto se escribe así:

Dibujó los dos unos directamente en el aire, como
hacen los aviones-anuncio que escriben mensajes
en el cielo. La escritura lila flotó sobre el fondo
de las nubes blancas, y sólo poco a poco se fue
fundiendo como un helado de mora.
Robert miró hacia lo alto.
-¡Alucinante! -dijo-. Un bastón así me haría
falta.
-No es nada especial. Con esto escribo en todas
partes: nubes, paredes, pantallas. No necesito cuadernos
ni maletín. ¡Pero no estamos hablando de
eso! Mira el chicle. Ahora lo parto, cada uno de nosotros
tiene una mitad. Un chicle, dos personas. El
chicle va arriba y las personas abajo:

»Y ahora, naturalmente, los otros de tu clase
también querrán su parte.
-Albert y Bettina -dijo Robert.
-Me da lo mismo. Albert se dirige a ti y Bettina
a mí, y ambos tenemos que repartir. Cada uno recibe
un cuarto:

»Naturalmente, con esto falta mucho para que
hayamos terminado. Cada vez viene más gente
que quiere algo. Primero los de tu clase, luego todo
el colegio, toda la ciudad. Cada uno de nosotros
cuatro tiene que dar la mitad de su cuarta parte,
y luego la mitad de la mitad y la mitad de la
mitad de la mitad, etcétera.
-Y así hasta el aburrimiento -dijo Robert.
-Hasta que los trozos de chicle se vuelven tan
pequeños que ya no se pueden ver a simple vista.
Pero eso no importa. Seguimos dividiéndolos hasta
que cada una de las seis mil millones de personas
que hay en la Tierra tenga su parte. Y luego

vienen los seiscientos mil millones de ratones, que
también quieren lo suyo. Te darás cuenta de que de
ese modo nunca llegaríamos al final.

El anciano había escrito en el cielo, con su bastón,
cada vez más unos de color lila bajo una raya
lila infinitamente larga.
-¡Vas a pintarrajear el mundo entero! -exclamó
Robert.
-¡Ah! -gritó el diablo de los números hinchándose
cada vez más-. ¡Sólo lo hago por ti! Eres tú
el que tiene miedo a las Matemáticas y quiere que
todo sea lo más fácil posible para no confundirse.
-Pero, a la larga, estar todo el tiempo utilizando
unos es una verdadera lata. Además es bastante
trabajoso -se atrevió a objetar Robert.
-¿Ves? -dijo el anciano, borrando descuidadamente
el cielo con la mano hasta que desaparecieron
todos los unos-. Naturalmente, sería mucho
más práctico que se nos ocurriera algo mejor que
sólo 1 + 1 + 1 + 1... Por ese motivo inventé todos
los demás números.
-¿Tú? ¿Dices que tú has inventado los números?
Perdona, pero eso sí que no me lo creo.
-Bueno -dijo el anciano-, yo o algunos otros.
Da igual quién fue. ¿Por qué eres tan desconfiado?
Si quieres, no me importa enseñarte cómo se
hacen todos los demás números a partir del uno.
-¿Y cómo es eso?
-Muy fácil. Lo hago así:
-El siguiente es:
-Probablemente para esto necesitarás tu calculadora.
-Tonterías -dijo Robert-:
-¿Ves? -dijo el diablo de los números-, ya has
hecho un dos, sólo con unos. Y ahora por favor
dime cuánto es:
-El siguiente es:
-Eso es demasiado -protestó Robert-. No puedo
calcularlo de memoria.
-Entonces, coge tu calculadora.
-¿Y de dónde la saco? Uno no se trae la calculadora
a los sueños.
-Entonces coge ésta -dijo el diablo de los números,
y le puso una en la mano. Tenía un tacto
extrañamente blando, como si estuviera hecha de
masa de pan. Era de color verde cardenillo y pegajosa,
pero funcionaba. Robert pulsó:

111x111

¿Y qué salió?

12321

-¡Estupendo! -dijo Robert-. Ahora ya tenemos
un tres.
-Bueno, pues ahora no tienes más que seguir
haciendo lo mismo.
Robert tecleó y tecleó:

1111x1111=1234321
11111x11111=123454321

-¡Muy bien! -el diablo de los números le dio
unas palmadas en la espalda a Robert-. Esto tiene
un truco especial. Seguro que ya te has dado cuenta.
Si sigues adelante no sólo te salen todos los números
del dos al nueve, sino que además puedes
leer el resultado de delante atrás y de detrás adelante,
igual que en palabras como ANA, ORO o ALA.
Robert siguió intentándolo, pero al llegar a

1111111x1111111

la calculadora entregó su espíritu. Hizo ¡Puf! y se
convirtió en una pasta verde cardenillo que se escurría
lentamente.
-¡Maldición! -gritó Robert, quitándose la masa
verde de los dedos con el pañuelo.
-Para eso necesitas una calculadora más grande.
Para un ordenador decente una cosa así es un juego
de niños.
-¿Seguro?
-¡Claro! -dijo el diablo de los números.
-¿Y siempre sigue así? -preguntó Robert-. ¿Hasta
que te aburras?
-Naturalmente.
-¿Has probado con...

11 111 111 111 x 11 111 111 111

-No, no lo he hecho.
-No creo que resulte -dijo Robert.
El diablo de los números empezó a hacer la
cuenta de memoria. Pero al hacerlo volvió a hincharse
amenazadoramente, primero la cabeza,
hasta parecer un globo rojo; de furia, pensó Robert,
o por el esfuerzo.
-Espera -gruñó el anciano-. Sale una verdadera
ensalada. ¡Maldición! Tienes razón, no resulta.
¿Cómo lo has sabido?
-No lo sabía -dijo Robert-. Simplemente lo adiviné.
No soy tan tonto como para hacer un cálculo
así.
-¡Desvergonzado! En las Matemáticas no se adivina
nada, ¿entendido? ¡En las Matemáticas se procede
con exactitud!
-Pero tú has dicho que eso era siempre así, hasta
el aburrimiento. ¿Acaso no es eso adivinar?
-¿Qué estás diciendo? ¡Quién te has creído que
eres! ¡Un principiante, y nada más! ¿Pretendes
enseñarme cuántos son dos y dos?
A cada palabra que decía, el diablo de los números
se volvía más grande y más gordo. Jadeó para
coger aire. Robert empezaba a tenerle miedo.

-¡Enano de los números! ¡Cabeza hueca!
¡Montón de mocos! -gritó el anciano, y apenas
había dicho la última frase cuando explotó de rabia,
con un fuerte estallido.
Robert se despertó. Se había caído de la cama.
Estaba un poquito mareado, pero aun así no pudo
por menos que reírse al pensar cómo había arrinconado
al diablo de los números.

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